José Ramón Palacios y Ortega
© & ® 1999-2004
Era uno de esos veranos ardientes de Monterrey, Nuevo León, México; como todos sus veranos, hace ya más de 40 años. 

Mi padre regresaba de un corto viaje a Laredo,Texas en su primer automóvil, un elegante Chevrolet 51 color verde botella. Allá se acordó de mí como siempre, pero además de traerme 'comics', camisas, pantalones y el reglamentario equipamiento de 'fruit of the loom', me trajo mi primera cámara: una preciosa Brownie Holiday de brillante baquelita chocolate.

Brownie Holiday
Su Reflex Korell (6X6) de acero quirúrgico, con su Carl Zeiss Jena pulido a mano, ya estaban a salvo.

En cuanto pude le compré sus accesorios: un espantoso flash de bulbos que me parecía bellísimo. Compartía ya con los profesionales el placer del lengüetazo al contacto para garantizar que el bulbo encendería. 

Me convertí febrilmente en un cazador y capturador de emociones, casi de tiempo completo.

Disfrutaba enormemente de encontrar la perspectiva con un primer plano, los ángulos insospechados y aceptar el reto de captar el momento de la risa no finjida, el guiño espontáneo, el estertor de un sol muriendo tras las montañas, en un cielo siempre mezquino en nubes.

Bulbos blancos, bulbos azules y unas fotos extraordinarias. En algún álbum familiar o no, están claras en mi memoria. Algunas no las he podido superar, aún con el equipo más sofisticado. 

Varios años tuvieron que pasar, tal vez 5, para cambiar de formato. Mi pobre Brownie ya había sucumbido a la infundada ira de una de mis hermanas, cuando inocentemente retrataba a una de sus muñecas (ahorcada). Adquirió un hoyo en una esquina que fue imposible reparar. No había pegamentos conocidos para la baquelita, cuando menos en mi barrio.

Mi padre tenía una Rolleiflex y me dejaba usar una Rolleicord, con su lente Heidosmat 75mm F3.2 para ver y enfocar y un Schneider Xenar 75mm f/3.5 para tomar la foto, cámara que a mí me parecía idéntica a la suya.
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El mayor formato permitía hacer ampliaciones sorprendentes sin ningún grano visible. Había vuelto a mis orígenes (primicias con su cámara Reflex Korell) en 6X6 (120).

Con rollos de 12 fotografías en blanco y negro, había que cuidar el obturador tanto como el gatillo de las pistolas, cada disparo tenía que ser un éxito. 

Y afortunadamente lo era. Tanto, que mi padre decidió que debíamos de disfrutar de la magia de un cuarto obscuro. Un buen día apareció en mi habitación nuestra primera ampliadora; hicimos un jubiloso viaje a una tienda Agfa y regresé cargado de charolas, pinzas, tanque revelador de rollos, polvos y soluciones para hacer pociones mágicas; y desde entonces las noches se hicieron más cortas.

La primera memoria que tengo de mi padre es de él leyendo un voluminoso libro; la segunda, escribiendo el primero de sus libros en una incómoda mesa de centro; eso sí, bellamente pintada a mano por mi madre, en dorado, con 'mistión de plátano'.

La primera memoria de mi madre es de ella cantando, con una gran sonrisa mirándome gatear, en un piso de azulejos rojos, hacia un muñeco de paja montado a caballo, con una trompeta, tal vez en recuerdo de un clarín zapatista.


En estas fotografías, tomadas en 1960 con película Veripan, estaban por celebrar 20 años de casados. El se premiaría con una cámara Yashica de 35mm, adquirida en la primera exposición japonesa en Monterrey; ella, con un gigante tibor más de talavera poblana.

De ese amor entre ellos y su amor a la vida, naceríamos tres hermanos y tres hermanas y nacería de entre todos mis amores, mi amor a la fotografía. 

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